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El río, el bosque y su gente. Una travesía imperecedera a lo largo y ancho de la inmensidad


El viaje es largo. El río parece interminable a tal punto que no puedo comprender de dónde viene tanta agua y a dónde va. Más aún, cómo es que el río tiene vida propia, ya que se mueve y discurre por donde le place, sin preguntar, con fuerza y contundencia. Hace su camino a su manera. Solo la gente del río, la que vive en sus orillas, tiene la paciencia para comprenderlo y aceptar sus excentricidades. Pero el verdadero misterio del río es la variedad de su riqueza: peces, insectos, bichos prehistóricos, seres extraños. Claro, al río no le importan esos detalles y sigue transcurriendo como si ese fuera su propósito. 

Puede que el bosque tenga la misma peculiaridad. Crece incondicionalmente donde encuentra manera de hacerlo, se levanta donde el viento le dice que hay oportunidad, se enmaraña donde no llega la luz del sol. El bosque es espontáneo, constante y perseverante. Crece, aumenta, se incorpora una y otra vez. Ofrece verdor, frutos, aves, animales, humus, hojas, bichos. El bosque es un poema a la vida y a la muerte, quiero decir a su indivisibilidad.

Así hemos de recorrer y así hemos recorrido las rutas amazónicas hasta contar a diez, navegando por el río, caminando por el bosque, disfrutando de su gente. ¿Pero qué hay de la gente? Pesca en los ríos, caza en el bosque, cultiva la chacra, recolecta los frutos. Está entrenada para aprovechar lo inesperado, el instante de la sorpresa. Un buen cazador no planifica su caza, sino que es diestro en las circunstancias fortuitas: aparece un ave y ¡pum!, al suelo. Aparece una huangana y a correr tras ella hasta el infinito. La gente del bosque tiene doctorado en oportunismo, talvez por eso le gusta viajar tanto, porque en la ruta aprovecha al máximo la dádiva de la naturaleza. No, me equivoco, a la gente le gusta viajar para conversar, contar, escuchar, rendirse al llanto o a la alegría, a la mujer hermosa o al paisano bondadoso. Ese es su mayor gusto, su libertad, ya que es prisionero de compartir el fruto de su esfuerzo.

Pero la gente sabe muy bien que no son suficientes abundancia e inmensidad para sobrevivir. Tantos dones de la naturaleza no serían aprovechados gratamente si la gente no desarrolla una sociedad solidaria, fraterna, desprendida, respetuosa y temerosa. Si el vientre del que nació no ha cultivado el valor de la familia, entonces esa persona está perdida, moribunda, ofuscada, fracasada, confundida. Toma las decisiones más indecibles y actúa de manera errática: roba, engaña, chismea, daña.

Tranquila, tranquilo, porque la gente del bosque y del río fluye, se adapta. Su mente absorbe detalladamente lo que ve y que muchas veces no comprende. Luego oraliza con los demás para reforzar sus interpretaciones y explicaciones. Termina encontrando la respuesta tranquilamente, sin elucubraciones o discursos complejos, sino de forma simple y práctica, algo ininteligible para la gente de ciencia y ciudad. La gente del bosque y del río tiene un postdoctorado en simplicidad y practicidad. Cuando ya tiene una idea, una explicación, una ciencia, sigue buscando respuestas en otra gente para ratificar su pensamiento o para redefinirlo y apuntarse a la nueva visión, al nuevo paradigma, a la nueva razón. Sin embargo, solo los que llevan en su corazón la firmeza, la constancia y la terquedad del río, solo ellos se mantienen incólumes en su simpleza y alegría, en su practicidad y lógica. No se quebrarán con el engaño, el abuso, la mediocridad y la irreverencia de nuestra época, de nuestros coetáneos. Fluirán sin importar la ruta que les espera. 

La gente del bosque y del río ríe fácilmente, de sí mismo, de los demás, de las tragedias, de la muerte, del hambre, del desorden. Cuando reniega muere realmente. Nadie quiere morir, así que a reír. Ríe compañero, ríe hermana, porque ese es el secreto de la milenaria terapia de la gente del bosque y del río.

Hay gente visionaria en el bosque. Ningún título académico les alcanza. Su corazón contemplativo y acucioso explora no solo el mundo ordinario, lleno de formas aparentes y distractivas, sino que y por sobre todo incide en su propio ser, quiero decir, en la infinidad de su yo que es al mismo tiempo la infinidad del Universo. Con sus vegetales sicoactivos son astronautas del conocimiento que navegan desde su pequeña choza de hojas y palos, son internautas de la conciencia desde su cómoda hamaca. Son los señores de la noche, la mejor hora para explorar la luz de las estrellas y su infinita belleza. No puedo decir, sin embargo, que esta gente conoce todo, pero sí puedo afirmar que conoce el Todo y que desde allí desprende el conocimiento que le es útil. La gente visionaria del bosque y del río, aquella que sabe dietar, guardarse, introtraerse, reducirse a la práctica antigua, ésa es la Maestra del Cosmos, el reflejo de lo que hoy llamaríamos gente sabia, guía, prototipo.

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